Este domingo pasado falleció una de mis abuelas, la única que me quedaba. Con 101 años. Toda una vida, nunca mejor dicho, un siglo entero.
El desenlace, aun esperado, me pilló desprevenida. Supongo que de algún modo hace ya unos años que doté a mi abuela paterna del don de la inmortalidad. Parecía que siempre seguiría entre nosotros mientras despedíamos a otros miembros más jóvenes de mi familia, como mi madre.
Y desde el domingo llevo pensando en las mujeres de mi familia, en las que ya no están. En lo importantes que han sido y en lo que han significado para nosotros, para mi. En cómo las he percibido.
Tres mujeres, tres corazones, tres caracteres.
Mi abuela materna. Ha sido una de las personas fundamentales en mi vida, todo un pilar. Lo más. No tengo otras palabras. Conexión 100% en todos los niveles. Una mujer dulce y cariñosa, exquisita, sabia. Fue un regalo tenerla como abuela y disfrutarla hasta casi mis treinta años. Los mismos ojos verdes que mi madre.
Mi abuela paterna. Como carácter, completamente diferente a mi otra abuela. Seria, de pocas palabras. Su vida ha sido muy dura. Aprendí a conocerla, a entenderrla, con los años. Su figura, se ha ido haciendo más cercana, más entendible en los últimos años sobre todo, gracias a la labor de sus hijos, que con conversaciones, experiencias y recuerdos han conseguido que la perfile de otra manera.
Ambas longevas. Ambas importantes, raices de su matriarcado.
Ahora me doy cuenta que en ambos casos me he quedado sin millones de preguntas por hacerles, millones que recuerdos sobre los que preguntar...
A mi abuela materna siempre la tuve cerca. Sin embargo la distancia no ayudó a conocer mejor a una abuela cuyo carácter era pura coraza, puro escudo, lleno de circunstancias difíciles que lo habían moldeado.
Mi madre.... quizás sea mejor dedicarle otra entrada.
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