En realidad, la frase completa y que me viene a la cabeza tan a menudo últimamente es: ser madre es aprender a vivir con el corazón fuera del pecho.
O acostumbrarte... si es que puedes...
Y es que nunca te preocupará dolerá, angustiará... nunca nada te hará tambalear tanto como cuando algo les sucede a tus hijos. Sustos, caidas, problemas, enfermedades... A veces pienso que ya no vivo solo una vida sino tres. Tres vidas a la vez, las suyas sintiendolas parte de mí y la mía.
Desearía poder cargar sobre mis espaldas todo aquello que como adulta me siento capaz de afrontar y gestionar con tal de que no lo pasaran ellos. Mi corazón ya no es mío sino suyo. Se lo regalé cuando ellos me regalaron su llegada y la vida. Se lo entregué en bandeja, consciente y ellos se entregaron a mí... igual que lo siguen haciendo.
Su risa es la mía, su dolor el mío. Sus metas, las mías. Sus retos, los míos. Y quisisera ser el viento que les impulsara. La llama que les otorgara la energía. El aliento que les renovara.
Pero ellos... esa "pura vida" pasa por pruebas, por baches. A veces algo se tuerce inesperadamente. Y de esas veces, algunas puedes recuperar esa recta agarrando el timón y otras no... y entonces, en cualquiera de los casos, debo hacerme grande, grande mi presencia, grande mi abrazo, grande... tan grande y fuerte como para poder amarrar fuerte ese corazón que se escapa fuera del pecho por la preocupación, por el miedo, por la angustia.
Como buena capitana "esas tormentas perfectas" NO podrán conmigo. Nos zarandearán, nos salpicarán pero nos mantendremos firmes y aprenderemos a bailar bajo la lluvia. Y yo aprenderé, como con cada experiencia buena, regular o mala que me depara la vida. Aprenderé como cada día, a su lado. Y aunque mi corazón siga viviendo fuera del pecho, aunque a veces sienta el alma agarrotada seguiremos navegando... porque desde aquel mediodía, desde aquella medianoche... somos uno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario